Belladona, hermosa mujer. Bello nombre para un veneno tan letal. Ella, la mujer de mis sueños, mi belladona, tomaría la mitad del frasco del purpúreo líquido mortal. Yo la vería irse, la cuidaría hasta el final. Esperaría a que durmiera el sueño eterno y después la seguiría, ese era nuestro pacto.
Ella bebió el líquido púrpura, sus hermosos labios rojos se oscurecieron un poco y ella me besó por última vez. Poco a poco fue perdiéndose, como si caminara lento hacia un acantilado, con la mirada fija en un horizonte que no se distingue, pues el día frío cubrió de neblina el mar, pero, ella está segura de que lo que hay al caer, es lo que quiere.
Y se fue, se lanzó por el acantilado y se hundió en la negrura de la noche eterna, yo la cuidaré mientras termina por ahogarse. La veo en paz, convencida de que ya nadie podrá separarnos, ni sus padres ni los míos, ni la religión, ni la moral. Somos eternos. La tengo en mis brazos, luce tan hermosa como siempre, blanca como la sal, con sus pecas en el rostro y sus ojos grandes que ya se han cerrado. El frasco de veneno sobre la mesa brilla como un faro en la niebla. La luna me dice que esté tranquilo, pero verla a ella ya sin vida, me destroza. Lloro como un niño perdido, la beso, la abrazo, le digo que la amo tanto, pero, ella no me responde, se ha ido.