10 de marzo de 2015

Vestal

Establo-Caballeriza

Fue en 1920 cuando la imagen angelical de Clara se tatuó en las pupilas de su primo. Habían pasado veranos juntos, pero fue hasta su más reciente visita que la niña fastidiosa de doce años, se convirtió en un encantador sueño de diecisiete. Fresca y dulce, tortura con su sola presencia al novel Adrián que lucha por ocultar sus recién nacidos instintos.

Él, obsesionado, la sigue a cada paso, la sueña y la cela desde el primer día; repasa en su mente cuando la ve jugar en el jardín y se inclina a besar las flores, dedicando una complaciente reverencia al espía que ve un suave vapor emanar de su delicado escote. Por las noches ella escapa de sus padres, sus tíos y del asedio de su primo quien solo la ve caminar y perderse; éste la imagina acompañada y se retuerce de furia; desconfía de sus hermanos, de la servidumbre y sobretodo de Raúl, el repugnante capataz que se relame los labios cuando la precoz escultura se pavonea frente a él; como si quisiera contarle un secreto guardado bajo la ropa.

A la séptima noche Adrián se rinde ante la paranoia; se arma de valor y sale a la caza furtiva del ángel de cabello bermejo y su amante anónimo. Se hace el fuerte y cruza la hectárea de penumbra que separa la casa de las caballerizas; indaga en la parte trasera del establo y ve un orificio en la vieja madera; la diminuta ventana escupe una línea de luz que baila sobre los árboles y lo invita a mirar. Bien sabe él que este juego está perdido y que, lo que verá derrumbará su pequeño mundo pero, ¿Quién tiene sensatez a los doce, cuando el amor no nace en el corazón sino al sur de la cintura? Masoquista como todo enamorado, cede ante la duda; tembloroso se inclina y pone una ojo en la mira; todo se ilumina frente a él y lo que ve lo espanta y lo fascina.

Al otro lado de la pared Clara danza suavemente con su acompañante, solo cubierta con una ligera seda; la luz de su lámpara convierte en aura los delicados tejidos y podemos ver que, en ella los errores no existen. Prístina, hay pureza y llamas en cada centímetro de su piel. Sus dedos flotan sobre dos suaves montes aterciopelados con cimas carmesí; su rostro embelesado invoca al sueño húmedo inicial de todo hombre y su húmeda selva virgen exige exploración.

El amante ya ha sido identificado y Adrián observa sin rencores, pues el goce que provoca tal escena disipa la ira e incendia la sangre y se sobrepone al impacto, al recelo y al rubor. A éstas alturas, con el corazón en sobremarcha solo importa el vil desahogo. Su novata mano baila bajo la ropa al mismo ritmo que el hada lasciva flota encima, debajo y alrededor de su viril amante. Ella suda, suda para ellos y para nosotros; su sudor huele a vida.

Guarda recelosa entre sus manos tibias el desbordante objeto de su deseo; formidable obelisco que besa vigorosa provocando jadeos bestiales al maldito afortunado. No acaba nunca de pintar ríos en el asta con su inexperta lengua; ella tan paciente, él tan poderoso y atractivo. Sagitario dispara su flecha, el estruendo vence a Clara y se tumba sobre el heno. Ninguno puede más, los tres se hinchan de placer y en coro desahogan su libido.

La leche tierna baña la madera, la resucita y rompe el suelo. Al otro lado de la mirilla, desnudo y exhausto sobre el forraje, el precioso ángel dedica su sonrisa, un guiño y el acto previo al novel observador que, apenas desciende; asustado y torpe como un gorrión en su primer vuelo. Sus piernas trémulas no le han dejado correr a esconderse y vivir su primer ritual de culpa, para luego recrear y recrear hasta casi desfallecer.

Mientras tanto, en el ardiente valle a la sombra de los montes nevados y palpitantes de la exquisita vestal que se deshace entre jadeos sobre el suelo; corre un río espeso, humeante y vasto que arrastra en su cauce la casta de un majestuoso semental árabe de exhibición.


L.D.