11 de abril de 2013

El buitre


El buitre

Efesio despertó luego de un largo sueño, aturdido y confundido en una habitación oscura. No lograba ver nada más que una tenue luz al otro extremo del lugar, casi imperceptible.

Mientras sus ojos se acostumbraban a la penumbra, se dio cuenta de que el suelo estaba mojado y el lugar hedía. El líquido en el suelo era algo espeso, no parecía agua y Efesio rogó al cielo por que esos fluidos fueran suyos.

Había un ruido muy leve que se perdía en los rincones, como de un suave aleteo, entonces, escuchó una voz desgarrada y senil...

— ¡¿Eres tú, el buitre?! — Dijo la voz— Efesio buscó en la negrura del lugar y no pudo encontrar el origen de estas palabras.
— ¡¿Eres el buitre?! — Preguntó de nuevo. 
— ¿Qu... Quién eres? — Dijo Efesio asustado.
— Mi nombre no es importante, yo solo estoy de paso ¿Dónde estamos? Es lo que importa ¿Por qué? Es lo primordial. No diré dónde estamos hasta que me digas quién eres tú y dónde creías estar antes de despertar. 

La vida de Efesio antes de esta noche era en apariencia perfecta, ridículamente perfecta. Sus hijos, con notas altas en la escuela, bien parecidos, con futuro. Su mujer, la típica esposa trofeo del hombre rico, un hermoso fruto maduro, sus mínimas arrugas la hacían incluso más bella. Lo último que recuerda fue esa última tarde, llegar a casa y ver la perfecta postal. Era todo tan perfecto que asqueaba. 

Él sospechaba que su esposa a se veía con otro hombre, pues era tan hermosa que le parecía imposible que ella se conformara solo con tenerlo a el. Su último recuerdo, la familia sentada a la mesa, en la hora de la cena.

Se quedó callado varios minutos, intentando hurgar profundamente en su cabeza y recordar algo más...

— Los olores, los olores son lo mejor para recordar. — Dijo esa voz aguda y seca.

Efesio dejó de preguntarse quién era él o eso que hablaba. Y simplemente, respiró hondo, el olor a fresa le recordó el delicioso pastel al centro de la mesa, a su mujer sentada a un lado, sus hijos al otro extremo y él, en el centro, como los reyes. Y al irrumpir nuevamente el hedor que predominaba, dos sombras aparecieron en la oscuridad; distorsionadas, demoníacas. Efesio se vio aterrado, abrió tanto los ojos que se iluminaron como los de un gato en la noche y quedó petrificado.

— ¿Eran buitres? Los buitres son de mal augurio, eso te lo aseguro.

Efesio volvió a la realidad, pero más perturbado, envuelto en llanto. La luna entró cautelosa y el viento agitó las cortinas, permitiendo ver que había más que solo cuatro paredes. Hubo un aleteo fuerte que sacudió el silencio y el ser cambió de lugar.

Hacía como un graznido horrible, como el rechinar de las puertas del infierno, como el aire escapando por la garganta de un pobre diablo a medio degollar. Efesio gritaba enfermo y maldecía.

— Divertido ¿No? ¿Ya lo recuerdas? 
— ¡¿Qué diablos es esto?! ¡¿Quién mierda eres?! 
— ¿Efesio quiere saber más?, sus deseos son ordenes.

Al centro del cuarto se encendieron cuatro velas iluminando el comedor y Efesio logró ser testigo de un espectáculo grotesco, tétrico, enfermizo. El banquete del diablo.

Al centro del banquete, el cuerpo diseccionado de una mujer desnuda, sus entrañas se asoman y caen sobre sus costados en la mesa. El olor es horrible, la sangre se seca sobre los manteles y la mierda escurre por entre las piernas de la pobre mujer.
Hay dos figuras a los lados, pequeñas y frágiles. Con una herida mortal en su cuello, las cuencas de sus ojos vacías y sangre en sus bocas.

— Por lo menos los dejaste ciegos antes de ver lo que hiciste con ella, cuando viva te suplicaba y cuando se entregó a ti después de muerta. ¡Qué cabrón eres! ¡ja ja! Los hiciste tragarse a su madre mientras estaba viva. Esos pobres bastarditos. Y créeme Efesio, tu mujer, era tuya nada más. Si hubiera cogido con otro, por lo menos hubiera valido la pena. 
— Yo... ¡Yo no hice eso! — Efesio, en su interior sabía que lo había hecho. Comenzaron a llegar las imágenes a su cabeza, como enjambre. Cada movimiento, cada palabra, cada corte, cada gota de sangre sobre su cara. Pero, su conciencia, esa que no apareció durante los hechos, le ordenaba fingir inocencia, pues admitir tal crimen a la primera oportunidad lo haría ver mal ¿No?
— ¿La vida perfecta es muy desgastante? Pobre infeliz, mira por la ventana. — La voz vieja y cansada se regodeaba de alegría con cada palabra, cada lágrima que el desgraciado derramaba. Lo disfrutaba.

Mientras Efesio caminaba hacia la ventana, viendo a sus hijos y su esposa dispuestos como maniquíes en un aparador, entonaba el extraño ser, con su voz de uñas sobre una pizarra, un himno fúnebre que llenaba cada espacio del lugar como una bruma densa. 

Efesio llegó a la ventana y lo que vio era inconcebible. Se vio a si mismo, colgado del árbol en el jardín, meciéndose, balanceándose como el péndulo de un reloj antiguo. ¿Cómo pudo llegar hasta arriba y colgarse? Con mucha voluntad y ganas de morir. 

Le parecía que todo era tan increíble, que tal vez era una pesadilla. ¿Cómo podía verse a si mismo?

— Estás muerto, bien muerto — Dijo la voz, interrumpiendo su canto, adivinando las preguntas interiores del perturbado hombre.

Se escuchó un fuerte aleteo, plumas cayeron sobre el suelo y sobre el marco de la ventana se posó un enorme buitre. Con sus ojos naranja y sus plumas pardas, mirando fijamente al homicida.

Al darse cuenta de que el ser con quien hablaba era éste animal, Efesio se echo hacia atrás, aterrorizado. Incluso más de lo que ya estaba.

— ¡Eres tú el buitre! — Dijo el animal.
— ¿Cómo que yo...? — Efesio no pudo decir más palabras, lo intentaba, pero era imposible. Se vio a si mismo en el cristal de la ventana, no podía creer lo que veía, su cara, su ropa, todo se desvanece. Su cara se llena de protuberancias, se encoje, es doloroso e inevitable. Su boca se endurece y se alarga, su capacidad de hablar se va desvaneciendo.

Llora el desgraciado sus últimas lágrimas que ruedan por un rostro que se transforma en algo horrible.

— Los buitres, somos receptáculos de las almas destinadas al castigo, por eso merodeamos cadáveres, en busca de carne y espíritu. Es nuestra condena. No somos ángeles ni demonios, somos esclavos de ellos. ¿Crees que quitándote la vida, evitarías vivir con esta culpa? Nadie muere tranquilo después de una atrocidad como esta. Ahora le perteneces al chacal, el castigador. Tomarás mi lugar ahora, merodearás cadáveres de infelices como nosotros por media eternidad y por otra media eternidad recrearás tu crimen una y otra vez sin importar tu arrepentimiento. Te recuerdo, la eternidad dura hasta que el chacal decida. La parte fácil ha terminado para mi, es hora de comenzar la segunda mitad de mi castigo. Entra en mi, ave rapaz, carroñero, necrófago. Eres tú el buitre ahora.

L.D.